Arte contemporáneo e ignorancia burguesa
Por Fidel Vladimir el Exégeta
Hace algún tiempo vi en el periódico la fotografía de una exposición de arte contemporáneo. En una esquina de la imagen aparecía un joven contemplando, con sumo interés, un cuadro que encerraba toda la esencia del minimalismo conceptual: Se trataba de un lienzo completamente en blanco. De inmediato me asaltó la duda acerca de quién era más inteligente, si el artista o el espectador. La pregunta es pertinente porque nos aproxima a una de las cuestiones más interesantes de la actualidad: el arte contemporáneo como la máxima expresión del genio humano.
A los vanguardistas contemporáneos hay que agradecerles que arrancaran el arte de las fauces de lo figurativo para convertirlo en la más cumplida expresión del libertinaje neuronal. Pero el proceso ha sido largo y no siempre libre de obstáculos. En ambos lados de la senda del progreso artístico, siempre hay un reaccionario ocasional dispuesto a saltar a la yugular de los mártires de lo abstracto. Vean algunos ejemplos.
En una exposición de arte contemporáneo celebrada por la londinense galería Tate en 2004, una limpiadora arrojó a los contenedores una bolsa de basura. El hecho no tendría nada de particular si no fuera porque la bolsa de basura era en realidad una extraordinaria obra de arte realizada por Gustav Metzger, titulada "Nueva creación de la primera presentación pública de un arte autodestructivo"; con un par. La composición estaba formada por una mesa llena de desperdicios y la bolsa de basura llena de cartones y papeles rotos, o sea, todo un espectáculo para los sentidos a poco que se tenga un mínimo de sensibilidad. Enterado de la catástrofe, Metzger corrió a revisar su obra tras ser recuperada de los contenedores, lamentablemente contaminada con las fragancias aromáticas típicas de esos recipientes. Su dictamen fue inapelable: la obra había resultado tan dañada por el acto de terrorismo artístico de la señora de la limpieza, que no tuvo más remedio que hacer otra composición, a lo que supongo dedicaría de nuevo varios años de intenso esfuerzo creativo.
Unos años antes, el artista contemporáneo Damien Hirst sufrió un ultraje parecido, cuando también otra señora de la limpieza acabó con una de sus magistrales composiciones: un cenicero lleno de colillas, botellas y paquetes de tabaco vacíos. La buena mujer, sin duda una analfabeta estructural en materia de arte posmoderno, creyó que el cenicero lleno de colillas, botellas y paquetes de tabaco vacíos, era un cenicero lleno de colillas, botellas y paquetes de tabaco vacíos, por lo que recogió todo cuidadosamente y lo arrojó al contenedor con el resto de porquería. En su ignorancia, no se percató de que la forma en que las colillas, botellas y paquetes de tabaco estaban organizados espacialmente en el contexto de la obra, sólo podía responder al talento creador de un genio; jamás al azar.
La principal virtud del arte contemporáneo es que no es un elemento rompedor con los cánones vigentes, sino la expresión más ortodoxa del medio ambiente cultural creado por nuestras elites. El matiz es interesante, pues las revoluciones sólo convienen cuando se gestan para acabar con unos adversarios concretos. Las vanguardias artísticas, en efecto, acaban con el arte figurativo, que es de lo que se trata, pero no ponen en cuestión a las corrientes artísticas actuales ni sugieren una vuelta al clasicismo, porque eso sería claramente pasarse de frenada. Entre lo revolucionario y lo reaccionario hay una línea delgadísima hasta en lo ortográfico. El arte actual, felizmente a diferencia del tradicional, no busca satisfacer la supuesta necesidad del ser humano de experimentar el placer que le proporciona la observación reaccionaria de la belleza, sino provocar en el espectador atónico una serie de emociones, cuanto más tortuosas mejor, hasta sumirlo en la perplejidad de no saber nunca si se enfrenta a una obra magistral o simplemente le están tomando el pelo.
En noviembre de 2002, el entonces ministro de Cultura del Gobierno de Su Graciosa Majestad, Kim Howells, salió corriendo de la entrega de los premios Turner, uno de los certámenes más afamados del mundo, celebrado en la galería Tate de Londres, exclamando que todo lo que había visto no era más que "una gilipollez conceptual". A continuación añadió que si eso que había visto allí dentro era todo lo que los artistas británicos podían producir, entonces el arte británico estaba irremediablemente perdido. No duró en el cargo, claro. Al contrario que nuestra inmarcesible Carmen Calvo Poyatos, ministra de Cultura del Reino de España, que en una de sus declaraciones con las que suele contribuir al esplendor de la lengua castellana, apostó por "transformar los gustos de los ciudadanos, para que el arte actual forme parte de los hábitos de los españoles". Nuestra ministra, mujer de densas lecturas, citaba quizás involuntariamente a Theodor Adorno, diseñador del programa contracultural en el terreno artístico, mediante la imposición de las vanguardias y el desprecio a lo tradicional. La Calvo apuntó con esa frase hacia la clave que explica todo el entramado de nuestro arte vanguardista. Y es que el arte contemporáneo, desde la mentalidad progresista, es ante todo una herramienta ideológica. Todo lo demás es circunstancial.